Estamos demasiado acostumbrados a llamar a las cosas por su nombre. Pero nadie sabe de donde han salido, ni porqué las llamamos así.

Yo tampoco.

El nombre de las cosas se encuentra, no se pone. Cada cosa tiene algo por dentro que la identifica y la recubre, algo especial, algo que no nos paramos nunca a pensar.Mira el agua, mira como fluye, como se derrama, como aprovecha cada milímetro de superficie para extenderse y ponerse cómoda. Di agua, y nota como se deshace por tu boca, como sale de ella y se esparce por el aire. Hay nombres perfectos.

Nos hemos empeñado hasta en ponerle nombre a las emociones. A algo que no vemos. ¿O es que no necesitamos ver algo para ponerle nombre?
No nos hace falta ver para que algo esté ahí. Ni tampoco estar para que alguien nos vea. Solo es necesario una cosa: buscarle un nombre a ese algo, y guardarlo en tu cabeza, o en tu corazón, donde más seguro veas.
Ella, o él. Seguro que puedes ver a alguien. Y sin tan solo ser un nombre muy fuerte.
Yo.

Le ponemos mil nombres a las cosas, nombres sin sentido. O sin sentido solo para mí.
Hay cosas que cambian de nombre, porque las cosas cambian, y su nombre con ellas.
El viento. No hay cosa más cambiante que el viento.
Aire, brisa, ventisca, vendaval, ciclón, ráfaga, tifón...
Solo podemos describirlo cuando nos da en la cara, y lo oímos. En definitiva, cuando lo sentimos.
No podemos verlo, y aun así, sabemos su nombre y lo que provoca.

Hasta a nosotros nos lo cambian. Al principio de todo, somos bebés, somos monos, somos ricuras, somos comida, somos motivo de hacer payasadas. Somos alegría en estado puro. Después nos hacemos niñitos, capaces de correr y no cansarnos, destrozar cosas, de destrozarnos a nosotros mismos. Somos pura energía. Después nos hacemos niñatos, capaces de hacer lo que nos da la gana, de no pensar en algo que no sea Yo. Somos niños. Después nos hacemos adolescentes, y no cambia mucho la cosa de lo anterior, solo que ahora nos creemos mayores, toca pasar de todo, toca estudiar y quejarse por las notas, por los maestros, por los padres, por la vida, de no pensar en el futuro, de "vivir la vida". Somos niñatos otra vez. Después pasa que nos convertimos en adultos. Pasa que nos olvidamos de ser niños. Ya no somos monos, ya no somos ricuras, y ya todo el mundo nos puede pegar palos. Tenemos que llamar a las cosas por su nombre, y si las pronunciamos mal, también nos pueden dar un palo.

Me han puesto muchos nombres en lo que llevo de vida. Nombres que no me he merecido, y nombres que sí. He tenido que cargar tanto con unos como con otros, y quizás por eso ahora esté escribiendo esto.
Las cosas cambian hasta por el nombre que les des. Así que ten cuidado.



Si puedes ponerme nombre, serás capaz de no verme, y verme, sentirme y hablar conmigo.
Solo tienes que buscarlo.