Solemos pasar por la vida, sin más, manteniendo la mirada perdida y los pies en el suelo, siguiendo los pasos de todo el mundo. Pero de vez en cuando ocurre algo que hace flotar nuestros pies, como si el cielo quisiera besarnos y nos levantase con sus manos de brisas impregnadas de voces desconocidas y tirase de nuestro corazón.

Es como si una de esas pequeñas e infinitas partes de nuestro corazón latiese, haciendo que se pare e imponiéndose al resto, sin remedio, haciendo cambiar el rumbo de nuestros ojos y de nuestros pies y aislando todas esas voces desconocidas, de esa voz que queremos conocer.

Y es que a veces tenemos el corazón tan partido que no podemos dejar a nada ni nadie más entrar. Nos ponemos nuestro mejor escudo y ponemos nuestras esperanzas en que las piezas que tenemos dentro encajen y tengan sentido.
Y sí, entonces me miras y entras tú, atravesando mi escudo como si no existiese, colándote entre todas ellas y poniendo un orden momentáneo a todo eso que creía seguro y encerrado. Y te haces hueco suavemente, sin molestar ni llamar la atención y lates, como queriéndome ayudar a mover las piezas, a asentarlas, a darles sentido y que encajen conmigo. Y me miras desde dentro, y lates, y laten, y lato, por conocerte más y este cielo dónde me traes y veo en tus ojos.

Y para, dejas de mirarme y todo para y vuelve a la normalidad, excepto que ahora tengo algo inmenso que cuida de mis piezas rotas y los demonios que me acechan. Eres parte de mi escudo, de mis ganas de volver a latir, y de mis secretos.

Estoy deseando de que me mires el corazón,
que me ayudes a sacarlo de paseo
y que no se preocupe de nada más.