Dulces sueños
Hoy he soñado con un lugar hermoso.
Empezaba en un lago claro, pero profundo: Cuanto más me sumergía en él, mas me hacía nacer y estar vivo. Tenía un poder de atracción enorme, pero algo en mí quería ascender, quería seguir y ver que me deparaba ese lugar.
Poco a poco me alejé lentamente y, extrañamente, me encontré ante un oasis deshidratado, como un cráter, pero suave, como un parque de infancia lleno de arena, jugetón. Me paré un rato sentado y me encaminé de nuevo a descubrir nuevos lugares.
Pasé por un valle en el que el viento baja suave, tranquilo, paciente, como recibiéndome y abrazándome. No era perfecto, tenía algunas manchas más oscuras, como si de pecas se tratasen, pero con aquel momento logré darme cuenta que lo perfecto no estaba en el suelo, si no en lo que era capaz de hacer. Me hizo flotar y fijarme en lo hermoso que era todo desde su inmensidad y en las montañas que tenía ante mí, gritándome a voces que siguiese y no parase. Me lo pedían.
Subí extrañamente rápido, y cuanto me encontraba junto a la ladera paré. O no exactamente, paré hasta que no pude andar más lento. Si alguien pudiese haberme visto de lejos me hubiese visto parado, pero yo estaba andando. No tengo otra forma de explicarlo. Estaba andando con la ternura de un violinista, pero con la seguridad y soltura de un cirujano. Estaba tocando mis pasos, y comprendiendo mis huellas. Aunque no estaba seguro si era yo el que se movía, o eran esas montañas las que conseguían posarse en mis pies.
Seguí, incansable, parándome solamente para deleitarme con las vistas y admirar la belleza de lo infinito. No me dí cuenta cómo llegué hasta la cima, pero recuerdo que apenas pude pararme a contemplar lo que había dejado atrás. Solo pude curiosear la silueta de la montaña cercana, y creer que si estaba allí, estaba en el cielo, pues no había visto cosa igual en mi vida. Era un sueño, pensé, pero entonces alcé la vista y me di cuenta que no había llegado al cielo, noté que el viento era mucho más fuerte, casi jadeante, quería absorberme y hacernos uno.
Le complací, me olvidé de lo cansado que estaba y me puse en marcha a vérmelas con algo tan caótico como aquello: Paraba, suspiraba, sin ritmo, con pausas y de nuevo irradiaba una fuerza que no podía aguantar, en vez de echarme atrás me hacía seguir y querer comprenderlo.
Y entonces la ví, la fuente de aquel viento, algo perfecto, suave y delicado. Y lo entendí, la fuerza de ese viento eran mis ganas, su ritmo eran mis pasos, sus pausas mis descansos. O eso creí, porque no podía comprender cómo yo podía hacer temblar esas montañas, o cómo me notaron desde aquel valle tan alejado y tranquilo. Y después de interrogarme y alcanzar algo de razón, la perdí, para siempre. Me ví observado por dos cielos tan profundos y llenos de deseo que me hicieron despertar y encontrarme tumbado con los ojos abiertos.
Ahora comprendo que lo divino de esta vida está en el suelo.
Empezaba en un lago claro, pero profundo: Cuanto más me sumergía en él, mas me hacía nacer y estar vivo. Tenía un poder de atracción enorme, pero algo en mí quería ascender, quería seguir y ver que me deparaba ese lugar.
Poco a poco me alejé lentamente y, extrañamente, me encontré ante un oasis deshidratado, como un cráter, pero suave, como un parque de infancia lleno de arena, jugetón. Me paré un rato sentado y me encaminé de nuevo a descubrir nuevos lugares.
Pasé por un valle en el que el viento baja suave, tranquilo, paciente, como recibiéndome y abrazándome. No era perfecto, tenía algunas manchas más oscuras, como si de pecas se tratasen, pero con aquel momento logré darme cuenta que lo perfecto no estaba en el suelo, si no en lo que era capaz de hacer. Me hizo flotar y fijarme en lo hermoso que era todo desde su inmensidad y en las montañas que tenía ante mí, gritándome a voces que siguiese y no parase. Me lo pedían.
Subí extrañamente rápido, y cuanto me encontraba junto a la ladera paré. O no exactamente, paré hasta que no pude andar más lento. Si alguien pudiese haberme visto de lejos me hubiese visto parado, pero yo estaba andando. No tengo otra forma de explicarlo. Estaba andando con la ternura de un violinista, pero con la seguridad y soltura de un cirujano. Estaba tocando mis pasos, y comprendiendo mis huellas. Aunque no estaba seguro si era yo el que se movía, o eran esas montañas las que conseguían posarse en mis pies.
Seguí, incansable, parándome solamente para deleitarme con las vistas y admirar la belleza de lo infinito. No me dí cuenta cómo llegué hasta la cima, pero recuerdo que apenas pude pararme a contemplar lo que había dejado atrás. Solo pude curiosear la silueta de la montaña cercana, y creer que si estaba allí, estaba en el cielo, pues no había visto cosa igual en mi vida. Era un sueño, pensé, pero entonces alcé la vista y me di cuenta que no había llegado al cielo, noté que el viento era mucho más fuerte, casi jadeante, quería absorberme y hacernos uno.
Le complací, me olvidé de lo cansado que estaba y me puse en marcha a vérmelas con algo tan caótico como aquello: Paraba, suspiraba, sin ritmo, con pausas y de nuevo irradiaba una fuerza que no podía aguantar, en vez de echarme atrás me hacía seguir y querer comprenderlo.
Y entonces la ví, la fuente de aquel viento, algo perfecto, suave y delicado. Y lo entendí, la fuerza de ese viento eran mis ganas, su ritmo eran mis pasos, sus pausas mis descansos. O eso creí, porque no podía comprender cómo yo podía hacer temblar esas montañas, o cómo me notaron desde aquel valle tan alejado y tranquilo. Y después de interrogarme y alcanzar algo de razón, la perdí, para siempre. Me ví observado por dos cielos tan profundos y llenos de deseo que me hicieron despertar y encontrarme tumbado con los ojos abiertos.
Ahora comprendo que lo divino de esta vida está en el suelo.